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La finca el Planchón, en el término municipal de Garvín de la Jara, tiene una extensión de 1200 hectáreas. Linda por el sur con el río Gualija, afluente del Tajo por su margen izquierda. Su linde hacia el norte es la cuerda montañosa que da inicio a la Sierra de Altamira, desde donde se abre una amplia vista del valle del Tajo, enfrentada a la sierra de Gredos y el pico Almanzor.

Hasta los años 80 del pasado siglo el cultivo de cereal fue la principal actividad de la finca, sin ser sus tierras particularmente propicias para ello. Pero sus rañas eran el único lugar que permitía cubrir las necesidades locales de trigo. Rebaños de cabras, más abundantes y mejor adaptadas al medio que las ovejas, piaras de cerdos, huertos familiares y pequeños olivares de sierra completaban una economía que sin duda es posible calificar como de subsistencia. En las últimas décadas del siglo XX todavía vivían algunas familias en régimen de arrendamiento en las majadas que se hallan en el interior de la finca. Todavía era posible que alguna persona, ya fuera caminando, a caballo o en mulo, utilizara el camino de herradura que une Garvín de la Jara con Castañar de Ibor y que pasa por la puerta de la casa del Planchón. Pero cuando cambia el siglo ya ha terminado el proceso comenzado unas décadas antes. El trasvase de población a las ciudades para alimentar las necesidades de la sociedad industrial, sumado al durísimo régimen social instaurado después de la Guerra Civil, hizo que las sierras donde se ubica el Planchón se vaciaran de presencia humana, compartiendo el destino de lo que se ha llamado el fin de la civilización campesina europea, mutación antropológica a una sociedad de consumo y servicios sostenida por un imparable desarrollo tecnológico.

En el año 1966, la familia Rodrigáñez Serrano compra el Planchón tras la venta de una finca que la familia poseía en las afueras de un Madrid en plena expansión desarrollista. El acto de compra de la finca responde al hábito de algunas familias burguesas de poseer tierras. Son los hijos de Eduardo Rodrigáñez, Casilda y Jaime, estudiantes de biología e ingeniería agrónoma en aquel momento, los que asumen la gestión de la finca. Cuando el compromiso con la lucha antifranquista conduzca a Casilda primero a la clandestinidad y después al exilio, será su hermano Jaime quien quede al cargo de la finca, pasando a ser junto a su mujer, Ana de la Cámara, propietarios de la misma en 1976. Los hijos del matrimonio, Miguel y Juan, la obtienen en propiedad por herencia en 2017.

El actual uso de las fincas es recreativo, cinegético. También inversión, excedente de capitales. Agricultura de monocultivos mecanizados, que requieren escasa mano de obra, conllevando la degradación del suelo, del entorno ambiental.

El contexto latifundista, su peculiaridad.

Una mirada pro-común, ¿cómo es posible?, ¿es posible?

La propuesta del Instituto de la Tierra como un instrumento, una herramienta que sea capaz de generar un espacio de vida.
Que la amplia extensión pueda acoger proyectos, trabajo, etc.
Teniendo que asumir las reglas del juego, salirse de la lógica del máximo beneficio económico posible, de la especulación. En un contexto de urgencia medioambiental es una responsabilidad ser propietarios de tierra. Buscar alianzas, fortalecer bajo las ideas de hospitalidad (no sé) lógicas distintas a las de exclusión. Que el capital no sea quien ordene el paisaje, o no del todo.

Al igual que la mayoría de los latifundios extremeños, el uso actual de la tierra en la finca El Planchón se basa en una agricultura de monocultivos mecanizados, que requieren escasa mano de obra y conllevan una degradación del suelo y del entorno ambiental. La otra actividad predominante es la caza, sin capacidad tampoco de generar un desarrollo económico local que pueda revertir el proceso de despoblamiento y envejecimiento de la población que continúa a día de hoy.